Euskal Memoriako blogak

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El "terrorismo" según el Estado español

2018-07-27

Aurora Turmeda - Miembro de los CDR de Mallorca

La introducción en el ordenamiento jurídico del pseudoconcepto de terrorismo como tipo penal diferenciado de los delitos de homicidio, lesiones, contra la libertad, daños, asociación ilícita u organización criminal es una anormalidad jurídica que supone la legalización de la excepción. En realidad, la especificidad de los actos constitutivos de este tipo penal es tan sólo su motivación política, tal y como reconoce abiertamente el legislador español en su Código Penal, al definir como “terroristas” a las organizaciones criminales cuyos objetivos sean “subvertir el orden constitucional, o suprimir o desestabilizar gravemente el funcionamiento de las instituciones políticas o de las estructuras económicas o sociales del Estado, u obligar a los poderes públicos a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo” (art. 573.1.1).

Esta misma definición nos muestra otra característica igualmente importante para entender la naturaleza del tipo de violencia que las autoridades estatales denominan terrorismo: el que sea ejercida por grupos ajenos al estado y tenga como objetivo a las instituciones de éste. No obstante, si bien el abanico de acciones materiales constitutivas de “terrorismo” es muy amplio (v. art. 573.1 CP), la finalidad que define el tipo es harto más restrictiva, por cuanto sólo considera al estado como sujeto jurídico a proteger (de modo que no incluiría, por ejemplo, a la violencia de la extrema derecha). Por ello, si, jurídicamente, resulta cuestionable que la calificación penal de un mismo acto difiera en función de si la finalidad del autor es política o meramente privada, el discriminar entre objetivos políticos es una pura arbitrariedad.

Y es que la construcción del “terrorismo” como tipo penal específico no es neutra, tal y como muestran (a) el que las penas por actos considerados como tal sean más elevadas (art. 573 bis CP) y (b) que tanto éstos como su mera “apología” sean enjuiciados por un tribunal especial: la Audiencia Nacional (disposición transitoria de la Ley Orgánica 4/1988, de 25 de mayo, “de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal”). (a) contraviene el principio de isonomía, declarado en el artículo 14 de la Constitución española, mientras que (b) vulnera el principio de “unidad jurisdiccional” proclamado en la propia ley fundamental (art. 117.5). Por lo demás, aunque el estado se atribuya a sí mismo el monopolio del uso de la violencia (tautológicamente calificada de “legítima”), desde el punto de vista epistemológico es igualmente especioso cualquier concepto que no se defina por la naturaleza material de las acciones que pretende describir, sino por el sujeto que las realiza.

                                                                                                                           II

En el Reino de España, el carácter excepcional de las medidas previstas por la legislación especial actual para combatir a la insurgencia se remonta a los estertores del franquismo. En efecto, el Decreto ley 10/1975, de 26 de agosto, “Sobre prevención del terrorismo”, aprobado por el último gobierno de Franco, ya preveía la suspensión por dos años del plazo máximo de detención de 72 horas (art. 13) y de la inviolabilidad de domicilio (art. 14), medidas mantenidas en el Real Decreto ley 4/1977, de 28 de enero, para las “personas sobre las que recaiga la sospecha fundada de colaborar con la realización o preparación de actos terrorista” (art. 1), lo que, como ha apuntado el abogado Juan Manuel Olarieta, suponía el establecimiento de facto de un estado de excepción selectivo (v. J. M. Olarieta, “Transición y represión política”, Revista de Estudios Políticos, 70, 1990, p. 241). Aun más grave resulta que la suspensión potestativa de estos derechos fundamentales prevista en esta legislación especial obtuviera rango constitucional (art. 55.2 CE), lo que evidencia que el constituyente asumía que la insurgencia sería un problema estructural —al cabo, el régimen de la monarquía reinstaurada se basaba, y se basa, en la negación radical del derecho a la autodeterminación nacional de los pueblos bajo administración española, con independencia de si éste se reclama de modo pacífico o violento— y, por ello, que la legislación excepcional sería la norma. Una buena muestra de lo que han avanzado las garantías constitucionales en este ámbito desde el franquismo la encontramos en que, tras la reforma de 2015 del artículo 509 de la Ley de enjuiciamiento criminal (Ley Orgánica 13/2015, de 5 de octubre, artículo único), el período máximo de detención para los detenidos por “terrorismo” sea el mismo que el previsto en el artículo 13 del Decreto ley 10/1975: diez días. Y es que, en este régimen que tanto alardea de “constitucional”, en el ámbito de la contrainsurgencia, el órgano judicial competente es preconstitucional y algunos de los preceptos aplicables más relevantes tienen su origen en legislación igualmente preconstitucional.

Concentración en Iruñea en defensa de los jóvenes de Altsasu acusados de terrorismo. Foto: Guaixe

 

                                                                                                                        III

Si el contenido de la legislación española referida al “terrorismo” presenta numerosos elementos de arbitrariedad, la aplicación que a menudo realizan la Fiscalía y muchos magistrados dista tanto de su letra que, en realidad, vulneran de facto el propio principio de legalidad. Son ejemplos de ello los casos 18/98 o Bateragune, donde la Audiencia Nacional dictó condenas por “colaboración” con “organización terrorista” o pertenencia a ésta sin que se hubiera formulado siquiera acusación alguna de relación con acciones violentas concretas. En el caso de la Fiscalía de este órgano especial, esta práctica ha vuelto a aparecer en la imputación de “terrorismo” (y, superándose a sí misma, también de “rebelión”) a la activista de los comités de Defensa de la República Tamara Carrasco, por acciones de protesta política pacífica. Vale la pena leer la argumentación de la Fiscalía —propia de Carl Schmitt, el jurista teórico del nacionalsocialismo, a cuyo juicio la única distinción jurídicamente relevante en un proceso penal es la que separa al amigo del enemigo político—: “la actividad de los CDR no se limita a organizar actos de protesta o de alteración del orden público, sino que debe enmarcarse en un contexto más amplio, como parte de una estrategia política que permite cuestionar por medios ilícitos las bases del sistema institucional”.

A pesar de que la lista de acciones recogidas en el apartado primero del artículo 573 del Código Penal es prolija (delitos graves “contra la vida o la integridad física, la libertad, la integridad moral, la libertad e indemnidad sexuales, el patrimonio, los recursos naturales o el medio ambiente, la salud pública, de riesgo catastrófico, incendio, contra la Corona, de atentado y tenencia, tráfico y depósito de armas, municiones o explosivos, previstos en el presente Código, y el apoderamiento de aeronaves, buques u otros medios de transporte colectivo o de mercancías”), en lugar alguno menciona el levantamiento de barreras de peajes, acción en que tampoco concurre el “alzamiento violento” constitutivo del delito de rebelión, tipificado en el artículo 472 del mismo Código Penal. Ni siquiera el Decreto ley 10/1975 se atrevió a tanto, ya que, aunque se refería, de modo confuso y malintencionado, a los grupos “comunistas, anarquistas [y] separatistas” (art. 4), los calificaba de “asociaciones ilícitas”, pero no de “terroristas” ni preveía para a sus miembros las penas establecidas para los casos de “terrorismo” (arts. 1-3). Con todo, las “argumentaciones” de la Fiscalía del tribunal especial resultan harto elocuentes sobre la realidad del “estado de derecho” español cuando de perseguir a la disidencia se trata y lo que se impugna es la unidad territorial del Estado. ●

NOTA: Versiones anteriores del texto aparecieron, en catalán, en los digitales Diari de Balears y L'Accent y, en castellano, en Sin Permiso.